lunes, 18 de mayo de 2009

*Una persona angustiada

El ser humano es un ser doliente que, además, siente pánico al dolor –cabría afirmar que “le duele el dolor”. Y se cree que aquél ya no sólo acontece en el nivel puramente físico cuando nuestra corporeidad sufre un fallo orgánico, sino que también se da en la misteriosa esfera psíquica. Si antaño sólo se acudía al médico cuando un hueso se rompía, la sangre manaba, etc., hoy se llenan las consultas por motivos como “no sé qué me pasa”, llantos incontrolados, un pesimismo vital que cubre de negro la viveza del mundo... Pero, ¿qué sucede cuando una persona angustiada se sienta delante de un doctor? En esta sociedad medicalizada estamos acostumbrados a que nuestros “efectos” o respuestas reciban un nombre –la mayoría de
las veces impronunciable– y una “causa” balsámica o, en otras palabras, estamos habituados a que el especialista realice un diagnóstico. Ahora bien, si ante el caso de una rotura ósea aquél es unidireccional, delante de un individuo con dolor psíquico el abanico de opciones se amplia, como mínimo, a cuatro. En primer lugar, hay médicos que consideran que el trastorno mental es la pérdida de la salud mental, la cual es definida –siguiendo las directrices de 1962 de la Federación Mundial para la Salud Mental– como un “estado que permite el desarrollo óptimo físico, intelectual y afectivo del sujeto en la medida en que no perturbe el desarrollo de sus semejantes”. Sin embargo, son pocos los que optan por esta vía pues la misma acaba autorizando que todos seamos, en acto o en potencia, enfermos mentales.
Efectivamente, si la salud psíquica consiste en un estado en el que no se pongan barreras a nuestro despliegue corpóreo, intelectual y sentimental, resulta que una corriente crisis afectiva del tipo “¿me quiere?” –¿alguien no la ha tenido?– o un problema con la hipoteca de la casa –¿quién se libra?– nos transforman en trastornados psíquicos. Pero, además, este camino es poco transitado porq de las posibles soluciones que se puedan dar a estos desequilibrios caen fuera del ámbito de la medicina –poco dispuesta a pagar deudas ajenas.
Un segundo posicionamiento respecto al dolor psíquico será el de llevarlo al campo más propiamente médico convirtiéndolo en una enfermedad física. Nos encontramos ante los organicistas que defienden, a pies juntillas, el axioma de Griessinger (1857) según el cual “las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro”. Este principio presenta numerosas ventajas tanto para el médico como para el paciente. Por un lado, el doctor se siente útil porque tiene ante sí a un “verdadero” enfermo que, efectivamente, necesita que su ayuda. De este modo, le es posible prescindir de la engorrosa tarea de ser un confesor laico y se dedica exclusivamente a la función para la que ha estudiado. Según ésta, analiza síntomas-efectos,
establece un diagnóstico y receta un medicamento que remendará el fallo cerebral del mismo modo que la insulina suple el déficit del páncreas. Pero esta opción –la más seguida en la actualidad– también es cómoda para el sujeto angustiado porque lo convierte en un paciente “real” como lo puede ser el diabético. La tristeza, la inactividad, etc., que durante tantos años fueron consideradas una falta de voluntad o, incluso, un claro signo de cobardía, ahora se tornan en auténticos síntomas que libran a la persona de la responsabilidad de su mal. Por fin, se ha producido la absoluta enajenación de lo subjetivo en lo objetivo tratable.
No acaban aquí los caminos diagnósticos por los que puede optar un doctor ante un individuo apenado. Hay quienes no están dispuestos a convertir la mente en cerebro ora porque consideran que aquélla es algo más que un conjunto de tractos neurales y estructuras orgánicas, ora porque defienden que aún no se ha logrado establecer fehacientemente dicha equivalencia. Sin embargo, en tanto que médicos, son conscientes de que su dominio se reduce a lo tangible y que, si la mente no es cerebro, poco pueden hacer ellos ante su sujeto angustiado. Dispuestos a no dejar escapar a un paciente potencial, llegan al convencimiento de que su dolor psíquico puede enmarcarse dentro de las enfermedades “psicosomáticas”. Nos encontramos aquí ante una de las expresiones más paradójicas de nuestra sociedad medicalizada pues aúna bajo un solo rótulo la separación psiqué-cuerpo y la interacción de la mente inmaterial o supramaterial en la corporeidad, como si esta influencia no fuese problemática desde los tiempos de Descartes.
Finalmente, cabe una cuarta opción diagnóstica y es considerar, como señala
Monedero, “que hablar de enfermedad sólo tiene sentido cuando nos referimos al
cuerpo. Una enfermedad es una alteración corporal que dificulta el funcionamiento del organismo”. Como no se ha demostrado –y lo que es muy importante: no se cree que se logre en el futuro– que la mente sea un conjunto de órganos, tampoco es factible hablar de enfermedad con relación a ella. Así pues, desde esta postura, se niega la posibilidad de que el sujeto angustiado esté realmente enfermo –en su versión estricta– o se usa el eufemismo “trastorno” para situarlo en medio de la nada –en su lectura laxa.
Tras estas aclaraciones, es momento de volver a preguntarnos por ese amigo o conocido que acudía a consultar su “no sé qué me pasa”. Resumiendo lo ya dicho, resulta que o es convertido en una persona con problemas sentimentales, económicos... que él solo ha de resolver; o es tomado como un enfermo real con una disfunción cerebral; o es transformado en una persona cuya psiqué juega una mala pasada a su cuerpo; o es transmutado ora en un comediante, ora en un trastornado. Dependiendo de cómo sea diagnosticado, así será tratado y su propia imagen sufrirá un cambio en un sentido o en otro. Según la vía diagnóstica que el doctor elija,
tendremos que nuestro camarada saldrá de su consulta con la certeza de que ha de romper con su pareja o de que ha de pedir un préstamo en el Banco –con lo que ya no se siente enfermo, sino preocupado–, o de que, efectivamente, es un enfermo que ha de seguir un tratamiento farmacológico. Esto supone, por un lado, que puede acceder a una serie de prestaciones sociales, y, por otra parte, que él no es la causa de su mal lo que, sin duda, contribuye a devolverle parte de su dignidad. Pero también puede salir de la consulta más angustiado de lo que entró porque su psiquiatra cree que algún conflicto oculto, algún comportamiento inadecuado o algún recuerdo mal asimilado se manifiesta corpóreamente, de ahí que toda la responsabilidad de su curación recaiga en sus manos. Si hay algo peor que estar enfermo es considerarse el origen de dicho mal, por lo que no resulta extraño que nuestro amigo toque fondo ante las palabras doctas. Sin embargo, aún no hemos llegado al límite de la impotencia de nuestro angustiado prójimo pues si el médico considera que la enfermedad sólo acontece en el nivel de lo físico, nuestro colega será catalogado como un “exagerado”, un “melindroso”, un “cobarde” que no se atreve a afrontar las realidades de su vida y un largo etcétera de términos peyorativos para esta sociedad de seres humanos fuertes y valientes. Como algunos doctores son conscientes de la pesantez de estas palabras para una persona alicaída, ofrecen la limosna de considerarlo un trastornado. Sea cual sea la opción elegida –exceptuando la segun- da–, nuestro amigo sale de su visita desorientado, casi siempre en peor estado que en el que entró, y pidiendo a gritos un mal físico –incluso mortal– que pueda ser visto mediante alguna prueba objetiva y para el cual haya un remedio químico –aunque sea brutal. El “no sé qué me pasa” inicial ha sido transformado en un “yo soy el origen de mi propia enfermedad” o “aunque me siento angustiado, realmente no lo estoy” con los que se le obliga a cambiar su mundo circundante en un momento en el que no se experimenta como capacitado para ello. Lejos de solucionar algo
que él vive como penoso, se le hunde en el pozo de sus lágrimas. Pero, ¿qué sucede en el campo de la Psiquiatría y de la Psicología para que no sea capaz de ofrecer salidas dignas a un ser humano ahogado en su angustia? Quizás, si nos adentramos en el plano radical de ambas ciencias descubriremos la respuesta. Hagámoslo sin más dilación.

Karina Trilles Calvo
Facultad de letras
Campus Universitario
Universidad Castilla-La Mancha
13071 Ciudad Real
KarinaPilar.Trilles@uclm.es

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